
La vuelta de las vacaciones era de más de 1200 kilómetros, pero --me dije con alivio-- me quedaba todavía un libro entero. El problema fue que, una vez que empecé a leer, no pude parar. La ciudad seguía estando muy lejos, y las páginas que quedaban a la derecha del marcalibros cada vez eran menos.
Carlo Goldoni (Venecia, 1707 - París, 1793) es el Uno. No puedo decirlo de otra manera. Su sátira a la sociedad italiana de mediados del siglo XVIII, expresada magistralmente en la llamada 'Trilogía del veraneo', me ayudó a sobrellevar los avatares del camino, la espera en las estaciones de servicio, los largos minutos atrapados entre camiones.
Primera obra, 'La desesperación por el veraneo': Varias personas literalmente enloquecidas por irse de vacaciones. El tema no es tanto el descanso y el desenchufe como mantener las apariencias: ¡Todo el mundo se fue para afuera menos nosotros! ¿Qué van a pensar los demás? ¿Qué van a decir de nosotros? ¿Cómo vamos a estar todavía en la ciudad? No importa si no tenemos para pagar nuestras deudas, si los acreedores están literalmente instalados a la entrada de nuestra casa. ¿Cómo se atreve el sastre a no entregarnos el vestido, absolutamente fundamental para mantener nuestra imagen este verano, con la estúpida excusa de que ya tenemos una larga lista de obligaciones impagas con él? Lo importante es irnos de una vez, hacer vida social, que nuestra casa esté siempre llena de invitados (no importa si son parásitos), nunca acostarnos a dormir antes del amanecer, y quién dice que al final la timba (ocupación más digna que el trabajo) no nos depare algo de plata con la que hacer frente a nuestro pasivo.

Segunda obra, 'Las aventuras del veraneo': Ya estoy en régimen de racionamiento. Quedan dos días de viaje y me digo que hoy leeré la segunda y mañana la tercera. Nuestros personajes han llegado, finalmente y no sin contratiempos, a su lugar de veraneo: los parásitos se dan la gran vida a costa de sus anfitriones (sin dejar por eso de hablar mal de ellos), los jóvenes y no tan jóvenes pasan su tiempo en intrigas amorosas, alguno se lamenta débilmente de lo caro que sale esto de mantener las apariencias, y los únicos que exhiben algo de sentido común son los sirvientes, que tratan de vivir sus modestas vidas secundarias en las horas robadas de la mañana, cuando sus patrones acaban de irse a dormir. Goldoni rescató a esta clase social de su habitual papel ridículo en el teatro, y los convirtió en seres de carne y hueso, por cierto más 'pensantes' que sus empleadores.
La tercera obra, 'El regreso del veraneo' (que coincide con el nuestro), se me pasa como agua, bastante más rápido de lo que la camioneta consume los kilómetros. Las tan deseadas vacaciones han terminado, y todos están igual de insatisfechos y acosados por la falta de dinero que antes. Durante la temporada, una muchacha se ha dado cuenta de que se apresuró demasiado en aceptar a un pretendiente: en realidad, está enamorada de otro. Una mujer madura se ha obsesionado por un hombre más joven, que está más que dispuesto a corresponderla, siempre que medie una cierta 'donación'. Por otra parte, toda esa gentuza que nos provee de las cosas necesarias para la vida (ropa, azúcar, café, velas, etcétera) sigue insistiendo, en forma cada vez más impertinente, en cobrárnoslas. Parece que la única opción es la quiebra... a menos que un tío rico, con el que no hablamos hace años, acepte sacarnos las castañas del fuego.
Los últimos kilómetros los hice sin lectura, pero sin poder abandonar mi fascinación ante la vigencia y actualidad de la pluma ácida de Goldoni. Aunque tal vez no todo sea mérito del veneciano. La verdad es que el mundo no ha cambiado en absoluto.